Carlos Soria junto al Annapurna |
ABC / Dicen que el 8 de agosto de 1786, el día que los saboyanos Michel Gabriel Paccard y Jacques Balmat llegaron a la cumbre del Mont Blanc, el alpinismo nació. Más de dos siglos después, Carlos Soria (Ávila, 1939), un hombre de 77 años, ha hecho de ese deporte una herramienta que desafía cualquier prejuicio sobre la vejez. No fue fácil entrevistarle el pasado martes, en la Casa del Reloj de Madrid, durante la presentación de su biografía. Las muestras de cariño de los asistentes apenas permitieron que la charla fuese del tirón: el montañero, que ha escalado doce ochomiles a una edad inverosímil, tenía que firmar libros y responder al afecto. «¡Me tienes to' loca!», llegó a confesarle una chica. «Alpinista», escrito por Darío Rodríguez y publicado en la editorial Desnivel, narra una vida que provoca esa admiración.
¿Qué significa para usted escalar una montaña?
No sabría vivir de otra forma, creo. He escalado montañas desde muy niño, desde pequeñito, y para mí supone buena parte de mi vida. He trabajado toda mi vida, de los 11 años a los 65 años. Tengo una familia, cuatro hijas, pero la montaña es una gran parte de mí que he compartido con ella. La mayoría de mis amigos tienen que ver con la montaña, y no he tenido muchos en mi profesión.
Nació en Ávila. ¿Influyó Gredos en su pasión por el alpinismo?
No. Nací allí prácticamente por casualidad, en el año 39, cuando todavía no había acabado la guerra. Mis padres me trajeron enseguida a Madrid. Ya vivían allí, aunque mi madre había nacido en Ávila y mi padre en Plasencia. Así empieza el libro, en la barriga de mi madre, ¡porque se llevó un susto! Mi padre estaba en la cárcel. Ella le vio caminando por detrás de la muralla de Ávila y pensó que le podían fusilar. Pero solo le iban a cambiar de cárcel. Ahí dentro ya sentí lo que era el mundo.
Para un chico de Madrid, ¿cuál era el atractivo de la montaña?
La naturaleza siempre me gustó, desde muy niño. Me gustaba ir a los ríos, al Manzanares o a Canillejas, donde corría un arroyo en aquellos tiempos. Alguna vez iba con mis padres, y otras con mis amigos. Cuando tenía 11 años empecé a trabajar de encuadernador en la calle de la Palma, por Noviciado. Había días que cogía la comida, y como tenía dos horas me iba a comer al Manzanares y luego volvía al taller. Llegué a ser encuadernador, y ahora podría encuadernar fácilmente.
¿Cómo recuerda esos años?
Mi juventud fue muy dura. Vivía con una familia muy pobre, y trabajábamos mucho. Mi casa no tenía agua caliente, y hasta los 22 años tuve que llevar cubos de agua. Mi madre era una mujer fantástica. Ahora, cuando he hecho este libro, me he acordado de ella. ¡Qué pena que no lo vea! Cuando era pequeñito no le gustaba nada que me fuera al monte, y siempre renegaba. Pero yo sabía que en el fondo era muy feliz, aunque no me lo decía. Lo que daría porque estuviese aquí...
El amor a la naturaleza, ¿se lo inculcaron sus padres?
No. Mis padres no hacían más que trabajar e intentar que comiéramos todos. Vivía en una casa pequeña, hasta que al final monté un taller. Mi padre era un poco blandito. Mi madre era como yo. Me hice un tapicero muy conocido. He hecho trabajos fuera, y con personajes de España. He compaginado toda mi vida la tapicería, la familia y la montaña. Y he cambiado también tiempo libre por dinero.
¿A qué se refiere?
Si hubiese dedicado todo mi esfuerzo a la tapicería hubiera ganado mucho dinero.
¿Volvería a hacerlo así?
Sin ninguna duda. No me arrepiento de nada, ni de los cubos de agua que he llevado. Tengo los brazos más fuertes por eso.
Empezó a trabajar a los 11 años. ¿Cómo compaginaba su profesión con la naturaleza?
A la montaña de verdad no fui hasta los 14 años, pero a mí me llamaba la atención la naturaleza. Estando en el colegio, además, me iba normalmente el verano a Ávila. Me encantaba estar allí, pero no dentro de la ciudad: me iba al Arroyo del Obispo…
He podido compaginar toda mi vida con la montaña. Siempre. De novio, de casado, de padre. Una vez volví de una expedición y mis hijas me fueron a buscar al aeropuerto vestidas de comunión. Una hija se quiso casar en mayo, que era muy mala época, porque yo estaba en el Himalaya, y cambió la boda a marzo, porque quería que fuera su padrino. Lo comprendió. He tenido la suerte de que mi familia me haya acompañado siempre.
¿Tuvo que dar muchas explicaciones?
No, porque mi primera hija, con tres meses, vino al Pirineo en el tren. Y a partir de ahí hemos seguido saliendo a la montaña, con un carrito, con una cuna. A mi mujer la conocí en la montaña, y mis hijas la han vivido conmigo.
Su primer viaje fue a los Alpes...
El primer viaje lejano fue a los Alpes. Había estado en los Pirineos ya varias veces. En el año 60 o así fuimos dos compañeros, en una Vespa 125. Fue muy divertido, impresionante.
[Primera interrupción. Un hombre se acerca a Carlos Soria para que le firme el libro. «Somos tocayos», contesta, caundo el alpinista le pregunta su nombre. El montañero, hecha la rúbrica, se explica: «Va a ser un día duro. He estado mucho tiempo detrás del libro, pero cuando lo he tenido en mis manos, hace cinco o seis días, me ha entrado una cosa... Es toda mi vida».]
Debe de ser raro ver la vida de uno escrita en un libro.
Como le hemos dado tantas vueltas me he acostumbrado, pero sí, me impresiona, me pregunto si le va a interesar a la gente, aunque veo que sí. A los que tienen que ver con la montaña, y a los que no.
¿Qué le gustaría transmitir?
Lo que trato de inculcar es que no dejen de hacer nada por la edad. Vamos a vivir mucho tiempo, cada vez más. La vida de jubilado va a ser amplia… y es fantástica. La recomiendo.
Relacionarse con la naturaleza, ¿es una experiencia individual o colectiva?
Se vive de las dos formas. Se vive individualmente mucho, y más ahora que yo…
[Segunda interrupción. En esta ocasión, una señora pide a Soria que firme el libro para su madre. «Un abrazo para ella», le manda el alpinista. Y ya de vuelta: «Sigamos».]
…entreno mucho en solitario. Mis amigos se han hecho mayores…
[Tercera interrupción. «Vamos a tener esto un poco crudo», se disculpa, sonriente, antes de retomar la charla.]
…y ahora salgo mucho solo, y cuando entreno pienso mucho, en el futuro, en mis planes. En una expedición estás viviendo como mes y medio con esas personas, y tienes tiempo para todo. Muchas veces estás en el campo base, porque hace malo, y hay muchos momentos para vivir juntos. Hay gente muy interesante y haces muy buenos amigos. Te conoces.
También ha conocido muchos países gracias al alpinismo.
Intenté hacer las siete montañas más altas de los siete continentes y terminarlas a los 70 años. Ya había hecho varias, las más complicadas, pero era la oportunidad para ir a la Antártida, para ir a Indonesia y para ir a África. Y claro, aquel chavalín de 11 años que iba a trabajar de encuadernador, que soñaba con el campo… ha conocido el mundo entero gracias a las montañas.
¿Muchas anécdotas?
Me han quedado formidables recuerdos de los viajes. En Indonesia fue tremendo. Eran cuatro días por la selva, con mucho barro. Algo muy distinto a las montañas. Donde estaba había un par de tribus, en la isla de Papúa. Unos eran los danis, los que llevan el pene metido en una caña y van desnudos, y los otros los monis. Un grupo de monis, con sus arcos y sus flechas, nos asaltó. Aquello era un rollo... lo que querían era conseguir un poco de dinero. Un paripé. Estuvieron ahí tres o cuatro horas haciéndonos perder el tiempo. Casi golpean a los porteadores que llevaban bultos, para quitárselos... Y luego, bueno, yo tengo muy mala memoria. En un vuelo de Madrid a Barcelona me fui un día antes, y en el aeropuerto no se dieron cuenta. Llegué a Barcelona, al hotel, y me dijeron: «¡Ha venido un día antes de lo que tenía programado!».
No sé qué piensan las personas que vivien en esos países cuando ven llegar a un europeo para escalar.
Ahora lo entienden más. La primera vez que fui al Himalaya fue en el año 73. En aquellos tiempos habían ido muchas menos expediciones. Ahora viven del turismo, y esperan al turista como agua de mayo, como es lógico. Pero todavía, en los pueblos donde no pasa mucho turista, hay una vida... Ves cosas que se han hecho antes de Cristo, edificaciones, y dices: ¿Cómo es posible que después de 4.000 años la gente en Indonesia todavía siga viviendo en una cabañita sin nada prácticamente? Eso es lo que más me llama la atención.
En el Himalaya, los animales están en la parte baja, y en la alta viven las personas. Tienen el fuego dentro de casa, no tienen chimenea y está todo lleno de humo. Y me gusta mucho convivir. Subir montañas es lo que tiene: conocer los lugares, a la gente.
La primera montaña a la que fui en el año 73, el Manaslu, es la única montaña de 8.000 metros que tiene un pueblo debajo. Está en un valle precioso, con unos prados impresionantes llenos de yack. Aquel lugar, para mí, es increíble. Y a esa montaña subí 37 años después de haberlo intentado por primera vez.
¿Qué ha cambiado en esos 37 años?
En el pueblo no han cambiado muchas cosas, aunque últimamente sí con internet, que llega a todas partes. La montaña sigue allí, como siempre. En Nepal, en cuanto te sales de las rutas turísticas, vas a pueblos que están como siempre.
Usted ayudó después del terremoto de Nepal de 2015.
Estaba en el campo del Annapurna cuando ocurrió el terremoto, pero no tuvimos problemas. Se movió un poco el suelo. No fue nada grave. Luego fuimos a Katmandú y vimos lo que había ocurrido. Dos de mis compañeros se quedaron allí: el médico, al que había llamado una ONG que él conocía de su tierra, de Andalucía, y el cámara, que es un personaje fantástico. Es un tipo que no tiene carné de conducir pero tiene caballo, no te digo más. Con el dinero que les mandamos nosotros, con 8.000 euros, compraron arroz, aceite y pan. Con un saco de 25 kilos una familia puede alimentarse durante 25 días. Y ahora hemos creado una asociación...
[Cuarta interrupción. Le piden foto. Una chica, visiblemente contenta, justifica su entusiasmo: «Enhorabuena. Eres un ejemplo. De superación, y de todo. ¡A mí me tienes to' loca!», le dice a Soria. Mientras conversan, recuerdan a Iñaki Ochoa de Olza, el alpinista navarro que murió en 2008, durante una expedición en el Annapurna.]
¿Qué siente cuando la gente se dirige así a usted?
Me hace muy feliz, porque me trata todo el mundo muy bien, la verdad. ¿Sabes lo peor de las fotos, lo que más me molesta? Que siempre la hace uno que no es de él el teléfono, y entonces empieza: «Oye, ¿y aprieto aquí?». Pero la gente es muy amable conmigo, y muy cariñosa. Tienes que tener un poco de cuidado, para no volverte gilipollas. Pero de momento no me ocurre, sé quién soy y dónde estoy.
Retomando el terromoto de Nepal...
Hicimos una ONG, Ayuda Directa Himalaya. Hemos creado casi una familia, y llevamos construidas ya cuatro escuelas. No damos dinero. La escuela la construye la gente del pueblo.
La montaña es muchas más cosas que escalar. Es convivir, involucrarte. Seguramente en primavera montaremos un trekking para que venga gente con nosotros al campo base del Dhaulagiri, y al mismo tiempo participe con la asociación.
¿Cómo es el carácter de los nepalíes?
Son muy agradables. La gente se queda sentada en las ruinas de su casa, con un saco de arroz, con una sonrisa. No están desesperados, están tristes. Si a nosotros se nos va el wifi en el cuarto de baño nos morimos. A ellos se les hunde su casa, y se apañan. La gente es totalmente distinta. Los españoles nos hacemos muy amigos de los sherpas y de los porteadores. Los sherpas son profesionales, y el trato con nosotros es fantástico.
¿Qué hacen los sherpas en una expedición?
Son una ayuda. Su papel es importante, nos ayudan a subir cosas, a subir a la montaña. Y bueno, se convive con ellos muy bien. Los sherpas son como todos: los hay borrachos, golfos, sinvergüenzas, y los hay fantásticos. Y ahora los jóvenes cada vez son más técnicos, más que antiguamente. Hay que comprender cómo viven, y respetar sus costrumbres.
En una ocasión, dio la vuelta a 200 metros de una cumbre, con mucha prudencia...
La vida es muy bonita y hay que conservarla. Esto de la montaña no es tan peligroso como mucha gente pregona, pero tiene cierto peligro. Es una cosa de sentido común. Hay que saber dónde estás y a lo que te expones. Fíjate todos los años que llevo en la montaña, y no me han tenido que rescatar, y tengo todos los dedos de los pies y de las manos.
En el Kanchenjunga, la primera vez que me di la vuelta estaba mosquedado, porque sabía que aquello no iba bien, que no habíamos puesto cuerdas muy arriba y que no iba a poder llegar. Subí solo con un par de sherpas. Mis amigos, el cámara y el médico, se quedaron en otro campamento. Cuando estaba a 200 metros de la cumbre decidí darme la vuelta. Otros siguieron, diez personas. Y cinco, al bajar, murieron. No creas que soy el más listo del mundo, pero si vuelvo no me siento fracasado.
El éxito es volver abajo, entonces.
Muchos me dicen: «¿Qué sientes cuando estás en la cumbre?». Pues unas ganas de bajar acojonantes, porque lo peor es bajar. Es muy complicado.
¿Más que subir?
Más difícil. A uno de mis amigos, además guapete, cuando nos dimos un abrazo en una cumbre, le dije: «A ver cómo cojones bajamos de esta montaña».
¿Qué siente el cuerpo a esa altura?
Sientes cansancio, pero también estás muy contento de lo que estás haciendo. Hay momentos como ver el amanecer allí arriba, cerca de la cumbre del Everest, del K2. Ver amanecer por encima de 8.000 metros es la hostia, con los picos de algunas montañas más bajas.
Ante esos espectáculos naturales, hay personas que tienen pensamientos religiosos.
No soy practicante, pero más de una vez, por ahí arriba, he dicho: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Échame una mano!».
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